... e para trás a casa. Tão tarde! Um, depois outro, fazendo-se tantos. Respiraram fundo. Ofegaram partilhas e sentaram-se na frescura do chão. No céu, o Sol gargalhava orgulhos, esperando que eles acabassem a fartura. Demoraram no prazer... pegavam as palavras... faziam amor com elas.
O Sol reluziu o espanto. Tudo parou... Eles devoravam os livros. Comiam-nos... um a um. Começaram pelas lombadas... a capa... as folhas... Pelas bocas escorriam universos e sonhos. Vidas e emoções. Com gula de primeira necessidade. Antes que a bancarrota da leitura fosse notícia nos inúmeros números que falam de números...
A recolha do lixo fez-se à entrada da noite... Apenas umas tantas margens, uma ou outra sobrecapa, um frontispício. Um epílogo, três prefácios e um posfácio. Nem um título!
Uma mulher continuou sentada... agarrou as folhas que se soltaram e esperou que elas voltassem ao princípio...
Encontrei-o por acaso. Está hora de confessar que andei para aí a perder tempo. Estou a recuperar. Até já o levei para a sala de aula. Um dia destes conto o motivo. Deixo a minha admiração e um bocadino da sua escrita. Para ler e ouvir. E ler...
Julio Cortázar(nasceu em Bruxelas em 1914 e morreu em Paris em 1984) é um escritor e intelectual argentino. É considerado um dos autores mais inovadores e originais do seu tempo. Mestre no conto e na narrativa curta, a sua obra é apenas comparável a nomes como os de Edgar Allan Poe, Tchékhov ou Jorge Luis Borges. Deixou igualmente romances como "Rayuela", que inauguraram uma nova forma de fazer literatura na América Latina, rompendo com o modelo clássico mediante uma narrativa que escapa à linearidade temporal e onde as personagens adquirem uma autonomia e uma profundidade psicológica raramente vistas.
Casa tomada Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Comi. Porque ontem foi sábado. Porque me apetece sempre aos sábados. Porque sim. A gulodice soube a arroz-doce. Da dona Perpétua, claro! Há hábitos que não gostam de ser contrariados. Perdem o sabor e o aroma. Muito tempo no frigorífico acabam por secar.
Fiz compras domésticas, comezinhas. De comer. Sim, porque um prato de serviço lectivo, bem acompanhado por umas boas reuniões gerais e regada com conversas furtadas aos intervalos e doces sobremesas não lectivas, desnutriu-me a despensa. A míngua já era evidente.
Comprei livros. Um vício puro e simples, não uma doença congénita. Espero que transmissível. Um é especial pelas memórias que contém. Pela singularidade da sua autora. Conhecia-a menina, muito menina. Leiam-se as Mafaldisses - crónicas sobre rodase descubra-se a vida feita determinação.
Entenda-se que «a solidariedade constitui-se num dos mais fundamentais princípios da vida social. É um valor que se atribui aos outros e à comunidade que reúne os homens. Este valor traduz-se em actos concretos como partilhar, ajudar, aceitar, integrar, cuidar e preocupar-se. Logo, quem o faz, deveria fazê-lo com a mesma naturalidade com que esfrega os olhos para o dia todas as manhãs.» Ao, ler este livro de crónicas, lembrei-me das rampas em cimento que foram colocadas na sala quatro e na oito e …
Falei, falei e disse. Também ouvi. É costume dizer coisas ao sábado. Não é que resolva algum problema, mas que fico mais aliviada, lá isso fico. São partilhas, confidências, actualização de dados introduzidos durante a semana. Nos outros dias não há tempo. Nem lugar. Nem condições atmosféricas favoráveis.
Ri. Rimos. Enfim, ninguém é demasiado velho para rir, nem para chorar. Ri tanto que as lágrimas se intrometiam entre o ver e o ler. Impossível. Por isso, ainda gargalhávamos com mais intensidade. Caricatas, estouvadas, ridículas terá pensado quem nos viu e não compreendeu que só estávamos a rir. E que bem faz rir. Quem não ri é triste. Não entende. Não riem aqueles que não tiraram férias de si próprios. Há tanta coisa que me faz rir. Coisas despretensiosas. Desmedidamente simples. Não gosto de rir de coisas sérias. Fico sem vontade! Mas rio-me de mim própria. Assim, divirto-me sempre.
Chorava a rir. Os olhos fechavam-se embaraçados pela situação. Particularmente com o peso das lágrimas. Minúcias. Prazeres repentinos. Partilhados. Então, como ler a legenda da embalagem? Conhecer os ingredientes? Por uma questão de segurança alimentar era importante que o fizesse. Mas as lágrimas não permitiam. O corpo cedia ao compasso das gargalhadas. Num instante dominado, mal controlado, consegui dizer uma espécie de frase. Uma aliteração desarticulada, e nada intencional, de não sei quantos “lês”. Soou a chinês, japonês. Não sei, são línguas que, de todo, desconheço. Que estranhámos.
- Lê lá ali!
- Lêláli?Lêláli...
E ali, rigorosamente na padaria, junto à prateleira do pão embalado. Por causa da Broa de Batata, chorámos a rir. Nem de Milho, nem de Avintes e muito menos castelar. Uma gargalhada que nos acompanhou na viagem de regresso. Não comprámos o pão, mas ficámos com a memória. Um dia, não muito distante, uma outra amiga assegurava-me que “são partilhas de quem tem memórias. É isso também a vida.”
No outro dia, na aula, lemos palavras de José Saramago. Palavras com sabor a Nobel. Pontuação vulcânica. Não gostei! Afirmou veementemente. Com ar de quem tinha cometido o maior sacrilégio de sempre, o aluno justificou o seu ultraje mundano. Estava mal escrito... não tinha pontuação. Argumentou que daquela maneira não entendia, que os pontos finais fazem muita falta. E os dois pontos também. Aquilo não era discurso directo. Argumentei que os escritores têm estas habilidades, que é uma questão de estilo, que o Saramago sabe pontuar um texto, que o seu estatuto de grande escritor lhe permitia não respeitar as regras impostas pela gramática... que o leitor fica com mais liberdade, que o pensamento flui com maior intensidade, que é único, que é mestre no uso da língua portuguesa... Esforcei-me, mas não o convenci.
O Tiago insistiu. Eu leio devagar e assim não sei onde parar... Acho mal!
Hoje, resolvi ler-lhes A Maior Flor do Mundo. Fi-lo o melhor que sei. Com a expressividade que arranjei.
O Tiago franziu o sobrolho... Saramago? Percebi que ficou desalentado. Ouvi algumas moções de repúdio, no silêncio que já se ouvia na sala.
Comecei a leitura. Mutismo. Absoluto. A porta estava aberta. E eu lia, o melhor que o meu corpo consentia. Era a minha última aula, a das dezassete e quarenta e cinco... Entrara na escola por volta das dez e trinta. Procurei-o nas minhas interacções visuais... Os seus olhos estavam em mim, ou no livro que se inquietava nas minhas mãos. Ele está a gostar, pensei.
Deste, eu gostei. Muito. Tem pontuação... Como sabes, não tens o texto? Inquiri. Tem! A professora fez as pausas todas... Eu fiz as minhas, foi a minha leitura... Tem que ter pontuação! Insistiu. Posso ver?
Não,Tiago. Não te preocupes com pontos e vírgulas e exclamações e interrogações... Gostaste do conto?
Se escrevo o que sinto é porque assim diminuo a febre de sentir. O que confesso não tem importância, pois nada tem importância. Faço paisagens com o que sinto.
[Fernando Pessoa]